A menudo iba solo. A veces, perdido en el asombro, me adentraba bien profundo en los bosques, y me imaginaba que era Mowgli, el personaje de Rudyard Kipling, el niño criado por los lobos, así que me quitaba casi toda la ropa para la subida. Si subía hasta la altura suficiente, las ramas se hacían más finas hasta el punto de que, si soplaba el viento, el mundo se inclinaba hacia abajo y luego hacia arriba. Daba miedo y resultaba maravilloso rendirse al poder del viento. Mis sentidos se llenaban con la sensación de caer, de subir, de columpiarse; en torno a mí las hojas se partían como dedos y el viento llegaba en suspiros y en roncos susurros. El viento también traía olores, y el propio árbol desde luego soltaba sus perfumes más rápido cuando soplaban las ráfagas. Por último, quedaba solo el viento que se movía entre todas las cosas.
Ahora, cuando los días de subirme a los árboles pasaron hace mucho, pienso a menudo en el valor duradero de aquellos primeros días de dulce vagancia. He llegado a apreciar la amplia vista que ofrecían las copas de aquellos árboles. La naturaleza me calmaba, me centraba y al tiempo excitaba mis sentidos.
Los últimos niños en el bosque. Richard Louv.